Sí podemos experimentar la iluminación espiritual

En el mundo moderno existen pocos ejemplos de seres humanos que encarnen las cualidades que se derivan de comprender la naturaleza de la mente. Así pues, nos resulta difícil imaginar siquiera la Iluminación o la percepción de un ser iluminado, y más difícil todavía empezar a pensar que nosotros mismos podemos experimentar la Iluminación.

A pesar de su tan cacareada celebración del valor de la vida humana y de la libertad individual, en realidad nuestra sociedad nos trata como si estuviéramos obsesionados exclusivamente por el poder, el sexo y el dinero, y como si hubiera que distraernos en todo momento de cualquier contacto con la muerte o con la vida real. Si empezamos a sospechar nuestro potencial profundo, o si alguien nos lo señala, no podemos creerlo; y si podemos concebir siquiera remotamente la transformación espiritual, sólo la juzgamos posible para los grandes santos y maestros espirituales del pasado. El Dalai Lama habla con frecuencia de la ausencia de verdadero amor y respeto propios que observa en muchas personas del mundo moderno. Toda nuestra actitud se funda en la convicción neurótica de nuestras propias limitaciones. Esto nos niega cualquier esperanza de despertar y contradice trágicamente la verdad central de las enseñanzas de Buda: que todos somos ya esencialmente perfectos.

Aun si se nos ocurriera pensar en la posibilidad de la Iluminación, un simple vistazo a lo que compone nuestra mente ordinaria (ira, codicia, celos, rencor, crueldad, lujuria, miedo, ansiedad y confusión) podría excluir para siempre toda esperanza de alcanzarla, si no se nos hubiera hablado de la naturaleza de la mente y de la posibilidad de llegar a conocer dicha naturaleza más allá de cualquier duda.

Pero la Iluminación es real, y todavía hay en la Tierra maestros iluminados. Cuando llegue a encontrarse con uno, quedará usted sacudido y conmovido en lo más profundo de su corazón y comprenderá que todas esas palabras como «iluminación» y «sabiduría», que le parecían meras ideas, son efectivamente ciertas. Pese a todos sus peligros, el mundo de hoy es también muy emocionante. La mente moderna se está abriendo poco a poco a diversas visiones de la realidad. La televisión nos presenta a grandes maestros como el Dalai Lama y la Madre Teresa; muchos maestros de Oriente visitan Occidente y vienen aquí a enseñar; los libros de todas las tradiciones místicas llegan a un público cada vez más amplio. La desesperada situación del planeta está despertando lentamente a sus habitantes a la necesidad de una transformación a escala mundial.

La Iluminación, como ya he dicho, es real, y todos nosotros, seamos quienes seamos, con una práctica adecuada y en las circunstancias adecuadas, podemos comprender la naturaleza de la mente y de este modo llegar a conocer en nosotros mismos aquello que es inmortal y eternamente puro. Esta es la promesa de todas las tradiciones místicas del planeta, y se ha cumplido y sigue cumpliéndose en incalculables millares de vidas humanas.

Lo maravilloso de esta promesa es que no se trata de algo exótico ni fantástico ni reservado a una élite, sino que es para toda la humanidad, y cuando la comprendemos, nos dicen los maestros, resulta inesperadamente vulgar. La verdad espiritual no es algo complejo ni esotérico, sino que, de hecho, es simple sentido común. Cuando se comprende la naturaleza de la mente, se desprenden las capas de confusión. En realidad, no se «convierte» uno en un buda, sino que, sencillamente, va cesando poco a poco de estar engañado. Y ser un buda no es ser una especie de superhombre espiritual omnipotente, sino llegar a ser por fin un verdadero ser humano.

Una de las mayores tradiciones budistas denomina a la naturaleza de la mente «la sabiduría de lo ordinario». Es imposible insistir lo suficiente: nuestra verdadera naturaleza y la naturaleza de todos los seres no es algo extraordinario. La ironía está en que lo extraordinario es nuestro mundo supuestamente ordinario, esa fantástica y compleja alucinación de la visión engañosa del samsara. Es esta visión «extraordinaria» la que nos ciega a la naturaleza inherente y «ordinaria» de la mente. Imaginemos que los budas estuvieran contemplándonos en este mismo instante: ¡cómo se asombrarían tristemente ante la complejidad y el ingenio letal de nuestra confusión!

A veces, y puesto que somos tan innecesariamente complicados, cuando un maestro nos introduce en la naturaleza de la mente, lo encontramos demasiado sencillo para creerlo. Nuestra mente ordinaria nos dice que no puede ser así, que tiene que haber algo más. Por fuerza tiene que ser más «glorioso», con grandes luminarias en el espacio que nos rodea, ángeles de cabellera dorada volando a nuestro encuentro y una resonante voz que proclama: «Acaba de ser usted introducido a la naturaleza de su mente». No hay tal espectáculo. Puesto que en nuestra cultura se valora exageradamente el intelecto, podemos suponer que para alcanzar la Iluminación hace falta una inteligencia extraordinaria. En realidad, muchas clases de inteligencia sólo implican mayor obscurecimiento. Un proverbio tibetano dice: «Si eres demasiado listo puedes marrar por completo». Patrul Rimpoché señaló: «La mente lógica parece interesante, pero es la simiente de la confusión». La gente puede obsesionarse con sus propias teorías y perder el sentido de todo. En Tíbet decimos: «Las teorías son como remiendos en un abrigo, cualquier día acaban desgastándose». Permítame que le cuente una historia alentadora:

Un gran maestro del siglo pasado tenía un discípulo muy testarudo. El maestro le enseñaba y le enseñaba, tratando de introducirlo a la naturaleza de su mente, pero no lo conseguía. Finalmente, un día se enfureció y le dijo:

—Mira, quiero que lleves este saco de cebada hasta la cumbre de aquella montaña de allí. Pero no has de pararte a descansar. Sigue adelante sin detenerte hasta que llegues a la cumbre.

El discípulo era torpe, pero le tenía a su maestro una devoción y una confianza inconmovibles, de modo que hizo exactamente lo que le había mandado. El saco pesaba mucho. Lo recogió y echó a andar cuesta arriba, sin atreverse a parar. Así anduvo y anduvo. Y el saco se volvía cada vez más pesado. Tardó mucho tiempo en llegar a la cima. Cuando por fin llegó, soltó el saco y se echó en el suelo, vencido por el cansancio pero profundamente relajado. Sintió en la cara el aire fresco de la montaña. Toda su resistencia se había disuelto, y con ella su mente ordinaria. Le pareció que todo se detenía. Y justo en ese instante comprendió la naturaleza de su mente.

«¡Ah! Con que esto era lo que mi maestro intentaba enseñarme todo el rato», se dijo. Se echó a correr montaña abajo y, contra todas las normas habituales, irrumpió en la habitación del maestro.

—Creo que ya lo tengo… ¡Ya lo tengo, de veras!

—Así que has tenido una excursión interesante, ¿eh? —le dijo el maestro sonriendo con aire comprensivo.

Sea usted quien sea, también puede tener la experiencia que tuvo el discípulo en la montaña, y es esta experiencia lo que le dará la intrepidez necesaria para superar la vida y la muerte.

Pero, ¿cuál es el mejor modo, el más rápido y eficiente, para disponerse a ello? El primer paso es la práctica de la meditación. Es la meditación lo que purifica lentamente la mente ordinaria, desenmascarando y agotando sus hábitos e ilusiones, y nos permite reconocer, en el momento adecuado, quiénes somos en realidad.

Referencia: Libro tibetano de la vida y la muerte


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